Clímax: imposibilidad colectiva



Hacia los ojos más inocentes como a los que claman con plenitud que han visto hasta el fondo del abismo, Clímax (2018) de Gaspar Noé debe resultar cautivadora. La película sigue a un conjunto de bailarines que después de un ensayo exhaustivo, hacen una fiesta. El día siguiente empezará la gira, la cual presentará la coreografía que acabamos de presenciar. El problema: el ponche. Alguien le ha puesto una droga alucinógena al ponche. Y el infierno está por venir. 

La sensación de estar atrapado en un cuarto, con gente que poco a poco desarticula su identidad, es aun más aterrador si otra parte de ti se revela: el inconsciente. En primer instancia, Noé reconoce que una experiencia así no tendría efectividad si se atestigua más que a personas desconocidas. La primera parte de la película construye a sus personajes: desde las entrevistas en las que está claro su procedencia, edad, intereses, experiencias de vida, deseos. Hasta su intrépida y única forma de bailar, como un conjunto, y luego, individualmente. Hasta algo más íntimo y ajeno a lo publico y al escenario: la anticipación de una fiesta. Los personajes nos cuentan sus preocupaciones más personales, desde asuntos triviales como a quien darse o besar, celos, manía, relaciones entre ciertos personajes, madre-hijo, por ejemplo. Y luego, tras preparar las piezas del juego, tras calentar al espectador, darle la entrada: viene el plato fuerte. 

Clímax tiene el efecto de recrear una sensación visual de alucinógenos. Por un lado, se sirve de los visuales, por medio de los colores atractivos, rojos, azules, amarillos, verdes, sobre la superficie de las paredes. Una cámara que atestigua la desintegración, la caída, la desarticulación, la destrucción, el clímax. No hay forma de escapar a ello, y la cámara no corta nunca: es un plano secuencia (con falsos cortes a negros, que justo dan ese efecto): interminable. Mires a donde mires: muerte. Escape: ni con cerrar tus ojos. Porque del otro lado, Noé posiciona el verdadero terror: no es lo que vemos sino lo que oímos. Los visuales son cautivadores pero los sonidos son aterradores. Desde los gritos de un niño que no entiende lo que pasa en una habitación hecha para su peligro, hasta los de una madre (ambas) que suplican por piedad, y de una joven que arde llamas de dolor, o de otros varios infortunios. Las dos herramientas son clave para crear una sensación de mareo, como de vibrado estomacal. Y tras ello, se ha llegado al descenso. 

Noé continua con su discurso estremecedor sobre el tiempo, la vida y la muerte. En Irreversible (2004), los títulos finales nos decían que el tiempo lo destruye todo. En este ejercicio, Noé articula otra historia que contrasta entre la anticipación de los personajes, sus deseos y anhelos, hasta toparse con la idea de la imposibilidad: son tan pequeños en un mundo sin orden, de grises, nauseabundo, que parece risible pensar en el futuro, en cualquier tipo de futuro. Y quizás, en tonos más sutiles y azules, indica que nacemos solos, y también así, nos llega la hora de morir; en soledad. 

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