Tesoros: ¡no es de oro, es de carne y hueso!



Cuando tenía seis años quizá lo más ingenuo que hacía para jugar era tirarme al piso y pensar que escalaba edificios como Spiderman. La imaginación y la inocencia emergen de escenarios mágicos en aquella época aventurera. La infancia es la etapa que se atraviesa sin conciencia y que se pierde para siempre cuando se encuentra.

Los niños en Tesoros (2017) de María Novaro —terriblemente confundida como Mariano Varo, y la próxima directora de IMCINE—, buscan en singular lo que su nombre indica. Barra de Potosí, Guerrero, el lugar donde un pirata escondió su tesoro y un grupo de niños, los cangrejos, tienen que encontrarlo. El nombre del grupo proviene de un cuento que lee una de las protagonistas. Los cangrejos ermitaños utilizan conchas de caracol para cubrirse de una parte desprotegida de su cuerpo. Cuando crecen, estos crustáceos tienen que encontrar otro hogar pero pueden llegar a confundirse con basura y habitar una corcholata. Tal como los cangrejos ermitaños, Andrea, Dylan y su hermano pequeño, se han mudado a la Barra de Potosí. Los güeros, pero sobretodo Andrea, se tendrán que adaptar a su nueva estancia. En esta costa mexicana, la primara está cerca de la playa, los niños pescan y conviven con los animales, nadan, cantan, y buscan tesoros. 

Uno creería que una película que se anuncia como una aventura mágica que advierte trasfondos en la adaptación de los niños a su nuevo entorno tendría algo de lo anterior. Los elementos para contar una historia bien desarrollada están plantados alrededor de la película pero no son usados. María Novaro presenta una riqueza para la narrativa mexicana, una riqueza palpable en el mundo que ha creado en Barra de Potosí. Los niños que liberan tortugas, los números musicales, los paseos en lanchas, y aun más: la conexión enérgica entre los infantes. Sin embargo, la intención no es contar la historia tradicionalmente, de efectos especiales o grandes escalas. No se dirige hacia terrenos fantásticos como métodos de purificación, (A Monster Calls, 2016), ni tampoco se regocija en una aventura entretenida, (Los Goonies, 1985). Aun más como anecdotario que como narrativa, la historia se construye por pedazos cuya unión forzada exige una dramática que no emerge. Quizás, se podría excusar a una película que intenta no caer en figuras narrativas, pero la riqueza que hay dentro del relato era gigantesca como el tesoro de un pirata.

Por otro lado, la ausencia de los padres en la película es la insignia del discurso: el tesoro son los niños. Esos pedazos, de los cuales se quiere construir un relato, contienen un retrato puro de la infancia. Los niños hacen suya la película, incluso cuando hay en demasía y me pregunto por sus nombres en cada secuencia. La naturalidad de los niños para interactuar con su ambiente es la fuerza de las secuencias, y quizá, la única en la película. Tesoros contiene su discurso, no en las imágenes o la narrativa, sino en lo que nos dice el propio diálogo: “los verdaderos tesoros (son) los niños y nuestro planeta”. 

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